Desde que era muy pequeña había adquirido la costumbre de guardar todo aquello que le parecía importante, bonito o que deseaba conservar para siempre en esa cajita de zapatos que decoró con flores secas y lazos rosas. En aquella pequeña caja de recuerdos metió su primer dibujo del colegio, la margarita seca que le había regalado su primer novio durante una tarde de paseo por el campo y un sin fin más de cosas que le ayudaban a recordar los tiempos pasados. Podía resumir los momentos más importantes de su vida con los objetos que contenía su cajita.
Por eso, el día que él le dijo que pensaba marcharse, no tuvo ganas de llorar, ni siquiera de pedirle que se quedara. Lo único que se le ocurrió fue abrir el armario y sacar su cajita de zapatos decorada con flores secas y lazos rosas. Se sentó en una silla con la caja en su regazo y se pasó el resto del día sacando uno a uno cada objeto que desde hacía un montón de tiempo la llenaban.
Después lo troceó en cachitos y llenó de él su cajita de los recuerdos. “Así estará siempre conmigo y no podré olvidarlo nunca”, pensó mientras cerraba la caja y se quitaba los guantes.
Por eso, el día que él le dijo que pensaba marcharse, no tuvo ganas de llorar, ni siquiera de pedirle que se quedara. Lo único que se le ocurrió fue abrir el armario y sacar su cajita de zapatos decorada con flores secas y lazos rosas. Se sentó en una silla con la caja en su regazo y se pasó el resto del día sacando uno a uno cada objeto que desde hacía un montón de tiempo la llenaban.
Después lo troceó en cachitos y llenó de él su cajita de los recuerdos. “Así estará siempre conmigo y no podré olvidarlo nunca”, pensó mientras cerraba la caja y se quitaba los guantes.
Edda
El llanto de las libélulas
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